Desde pequeño la cocina me llamó la atención, pero nunca pensé que podría vivir de eso. Los domingos me pasaba el día entero con mi abuela, ella era una gran cocinera. Hablo de ella y lo primero que me viene a la memoria es el olor de sus guisos. Preparaba platos que llevaban trabajo y muchas horas de cocción. Mondongo, asado o cosas así.

Por ser el pilar de la familia siempre nos reuníamos en su casa y pasábamos el día alrededor de la mesa. Yo, por mi parte, podía estar toda la jornada con ella en la cocina sin darme cuenta. Para nosotros era un ritual sentarnos a comer. Éramos como doce personas. Desayunábamos, almorzábamos, merendábamos y cenábamos juntos. Ya uno sabía que el domingo era para estar en casa de la abuela y eso me gustaba mucho.

Sin embargo, en esa época yo quería ser marinero, como mi padre. Imaginaba que iba a atravesar los mares y a tener muchas aventuras. Pero a los 16 años cuando salí del colegio él me dijo: “Olvídate de eso que no es para ti, eso no es para nadie”. Luego del cable a tierra, mi tía, que trabajaba en el Eurobuilding, me ofreció hacer unas pasantías en el área de banquetes. Iba los fines de semana pero no lo veía como una opción de vida. En paralelo, intenté con derecho y luego con administración, en una duré mes y medio, y en la otra una semana. Creo que tenía la típica confusión adolescente de no saber qué hacer.

Gracias a un primo de mi papá, quien me habló de estudiar cocina en Barcelona, España, fue que consideré tomar ese camino. Esa conversación me dejó la espinita y pensé: por qué no probar. Una semana después ya estaba montado en el avión, así inició mi viaje en el mundo de la cocina. Hace ya diez años que aterricé en Alto, el restaurante con el que, junto a mi socio, siempre soñé. Un lugar donde la gente pueda sentir que son invitados a una cena en casa, que son bienvenidos y pueden estar a gusto. Donde se generen recuerdos en torno a un plato y la experiencia se convierta en sabor.

Mi ritual al momento de entrar al restaurante es saludar a cada uno de los integrantes de mi equipo, dedicarle al menos un minuto. Luego les digo: “Muchachos, ya llegamos a casa, vamos a cocinar, vamos a dedicarnos”. Para nosotros es súper importante sentirnos en familia, nos sentamos todos juntos a comer e intentamos trascender la relación laboral.

Cuando me quito el delantal de cocina me gusta subir al cerro. No considero que tenga una conexión especial con la naturaleza, pero el cambio de ambiente me desconecta un poco de todo. Necesito romper con la cotidianidad, las rutinas me destrozan y me cuesta mucho asumirlas. Por eso disfruto tanto de estos momentos.

Y por supuesto, mi esposa y la peque. Alejandra y Laia se llevan gran parte de mi tiempo. Durante la semana salgo de Alto en las tardes, me voy para la casa y estoy con ellas hasta las ocho o nueve de la noche, luego vuelvo al restaurante cuando mi hija se queda dormida. Mis fines de semana son para compartir con ellas. La familia realmente es un pilar en mi vida, de lo contrario no valdría la pena.

Me preocupa no aprovechar el tiempo, siento que muchas veces es algo que se pierde. Sé que he dejado de hacer cosas, sin embargo no iría al pasado para vivirlas de nuevo. Eso sí, si se me presentase alguna oportunidad parecida la disfrutaría al máximo. A pesar de eso, estoy satisfecho con mi vida y quisiera vivirla junto a mi familia, sin dejar de estar alrededor de la mesa.

Escritura:
Camila Lessire
Fotografía:
Astrid Hernández
Lugar:
Los Palos Grandes, Caracas
Fecha:
6.6.2017
Un lugar donde la gente pueda sentir que son invitados a una cena en casa, que son bienvenidos y pueden estar a gusto.
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