¡Soy una gran comelona! Definitivamente, como de todo y tengo una gran amplitud para probar cosas, no me inhibo. Siempre fui así de niña. La familia marca mucho… mi abuela era una excelente cocinera pero ahora, de grande, me doy cuenta de que quizás la influencia más importante la tuvo mi abuelo. Él comía de todo. Sentía fascinación por las cosas del mar, los pescados, los escabeches, los antipastos. También deliraba por una crema de caraotas negras con varios días en la nevera.

Durante mi primaria mi abuelo era el encargado de buscarme al colegio y nos íbamos a pasear a las panaderías del Centro de Caracas a comprar pan andino. Siempre uno distinto… ¡camaleón relleno de guayaba! Nunca pensé que eso podía tener tanta influencia en mí.

En cambio, la fascinación por las plantas la heredé de mi abuela. A ella le gustaban mucho y crecí viendo cómo ella las cuidaba. Es muy grato llevarse las hierbas a la cocina y usarlas. Me encanta bajar un momentico al huerto y arrancar algo para ponérselo a la comida, cebollín, orégano, albahaca fresca o romero. Es como una ofrenda de la naturaleza, un regalo. Es un cable a tierra, una conexión, con lo que comes, con lo que haces y con lo que te gusta.

Siempre quise tener un café y un cacao conmigo, un conuco histórico… y lo tuve. Cuando me mudé a esta casa, que tenía jardín, me puse a sembrar. El cacao ha estado presente en distintas épocas de mi vida. La palabra Xocoatl que está en la entrada de la casa es una manera de reconocer lo mucho que nos gusta el chocolate. Ernesto, mi esposo, era un goloso, enamorado del chocolate, también un estudioso del cacao, se apasionó más cuando pudo obtener todas las evidencias del origen amazónico del cacao. Yo soy más necia que él. Él comía de todos los tipos de chocolates, yo, desde que probé el amargo no como ningún otro.

En esta época sexagenaria tengo algunos hábitos alimentarios completamente distintos. Son los nuevos gustos de una etapa en la que paso más tiempo sola en casa. Aprendí a comer picante con Ernesto, antes nunca lo comía. No era una persona de tomar, ahora tomo ron, o cocuy solito y es riquísimo. Me sorprende porque de repente puedo disfrutar de algo que nunca antes había estado en mi registro de placeres.

Para mí es difícil escoger un plato favorito porque la comida es memoria, identidad e historias; entonces cada preparación es como un retrato de mi vida. Recuerdo el pasticho de pollo de mi abuela, me lleva a los almuerzos de mi niñez. Al igual que un brazo gitano con crema pastelera uhmmm… pero esa es mi infancia. Ya después en el bachillerato y la universidad comienzan a entrar otros platos, otros sabores.

Cada sentido tiene su momento en la cocina, hay unos anticipatorios, otros en el momento y otros que tenemos en el recuerdo. Los disfruto todos. En el momento me encanta el crepitar del aceite o cuando muerdes, el gusto y el tacto de la lengua. El tema de alimentación ha caminado conmigo, no solo en mi vida personal sino en mi recorrido académico. Me tocó trabajar en campos interdisciplinarios, buscar el diálogo de saberes y la transversalización del conocimiento. Y así concibo la antropología de la alimentación, como un espacio para lograr todo eso. Me siento dichosa de haber encontrado esta línea de investigación en la que nada me es inútil. Es un espacio donde siento que lo humano está ahí, predomina.

Mi vida ha sido la universidad, mi otra casa. Una casa donde me he sentido muy feliz, donde también he tenido muchas tensiones. Pero, fundamentalmente, ha sido un espacio para la amistad, el conocimiento, los amores… es un espacio de mucho crecimiento que siempre me interroga. Ahora las cosas están difíciles, me entristece, me pega ver la universidad tan decaída, pero sigo con el mismo entusiasmo, trato de sacarlo de donde puedo y sigo.

Tengo mucho apego por las cosas que son parte de mi historia. Soy muy parapetera, tengo cosas de muchos sitios. No sé si ahí se me sale el antropólogo o el historiador. Colecciono un montón de cosas, son parte de mi vida. Me cuesta desprenderme, a veces quisiera ser como los budistas, más desapegada.

Suelo atesorar los recuerdos pero la vida me está enseñando a vivir más el tiempo presente, a disfrutarlo más. En el fondo eso es lo único que tenemos en verdad porque el futuro tampoco sabemos cómo va a ser. Trato de hacer de la resistencia un acto creativo, un acto de placer y un espacio para el encuentro con los demás. Además tengo la confianza de que si no nos rendimos vamos a poder construir otra cosa.

La migración me ha costado mucho entenderla, me costó entender a mis hijos haciendo maletas… Rafael y Mariana son mis dos hijos únicos, se llevan 17 años. Muy especiales y distintos. Creo que me reconozco en ellos en muchas cosas, pero sobre todo en la sonrisa de ambos. Mis hijos han sido no solamente mi gran afecto sino mi principal fuente de aprendizaje.

Ahora el nieto es otra cosa, es la chochera total… Es un afecto diferente, como un enamoramiento. Él tiene claro cómo es su abuela, que es distinta, que se fija en los detalles. Que habla de dinosaurios y de fósiles. La abuela de los cuentos, de sentarse a pintar con creyones. Del canto, de la música. Lo que más me gusta es compartir con él y, como lo veo dos o tres veces al año, siempre es una sorpresa para mí ver cómo lo voy a conseguir en el próximo encuentro.

Me inquieta saber a dónde vamos y cómo vamos a hacer para avanzar. Quisiera a veces tener un poquito de la fe inquebrantable de mi madre. Tengo fe en nosotros pero no tanta en lo que trasciende nuestra condición de finitos. La vida es incierta por definición pero descubrí que la felicidad es de instantes. Siempre está, lo que hay es que encontrarla.

Escritura:
Camila Lessire
Fotografía:
Chepina Hernandez
Lugar:
El Hatillo, Miranda
Fecha:
1.3.2018
Trato de hacer de la resistencia un acto creativo, un acto de placer y un espacio para el encuentro con los demás.
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